Anna Guarró
Cuando era niña escuchaba discos de cuentos.
A escondidas, prendía la consola descompuesta del abuelo. Con mucho cuidado colocaba la aguja, y con el dedo le daba vueltas hasta escuchar las voces. Así podía acelerar los momentos de miedo convirtiéndolos en risa, bajaba la velocidad para cambiar matices. Cuando una mano se cansaba, cambiaba a la otra; con cada una el cuento era diferente. A veces, por puro gusto, usaba la izquierda, como con el cuento del gallo Kikiriko que se comió al gusanito para llevarlo a la boda del tío Perico, para enfatizar su acento español.
El abuelo me descubrió y, en lugar de regañarme, me compró un tocadiscos azul. Era de corriente eléctrica y pilas, se guardaba como portafolio para llevarlo a todas partes. En él podía escuchar todos los discos. Gracias a que no tenía que darle vueltas, muchas veces fui la niña de las cerillas, la princesa que huía de Ruidoquedito, la bailarina de las zapatillas rojas, y tantas más.
Un día, me regalaron un disco rojo, que además traía un libro con dibujos de la historia; Robin Hood, en versión Disney.
Mamá me explicó: Se lee al mismo tiempo que se escucha, cuando oigas la campanita tienes que cambiar de hoja.
Esperé a que se fuera. Saqué el tocadiscos azul. Puse el disco rojo. Me senté en el piso con las piernas cruzadas y la espalda recta. Abrí el libro, y comencé a tratar de leer, letra a letra.
Tuve mi colección de discos arcoíris… verde de Pepina Oruga, que soñaba ser algo más que una simple oruga, amarillo de Maya la Abeja, rosa de Rosita Fresita, azul del pájaro azul.
Al poco tiempo dejé de escuchar los cuentos y, me dediqué a leerlos.
Ya no tenía que oírlos para ser la bruja de los cuentos… luego les voy a contar porqué me encantan las brujas. Sí tenía que dejar el libro sin terminar, sabía exactamente donde me había quedado. Robin Hood y Lady Marian ya no fueron zorros, la rubia niña de las cerillas se pintó el pelo de negro, y Camelot era infinito.
Poco a poco cambié a los escritores clásicos como Perrault y los hermanos Grimm, que fueron los que escribieron Caperucita Roja, La Sirena, el Gato con Botas, la Bella Durmiente, Cenicienta, Blancanieves, Rapunzel y, ¡muchos más de los que se imaginan!
Ellos se fueron a la repisa superior del librero. En las inferiores comenzaron a aparecer Oscar Wilde, Alejandro Dumas, Charles Dickens. Ellos tuvieron que ceder su espacio a Horacio Quiroga, Sebastián Pedroso, Francisco Hinojosa.
Hoy, comparten lugar con J.K. Rowlings, Tolkien, y muchísimos más. Están en libreros, buroes, escritorios, sillones. Los hay en filas de espera, los que se cuelan, los digitales que termino comprando en papel, los que regresan, los de siempre.
Leo porque supe escuchar y, escribo porque leo, y porque escribo me escuchan… ¿ya se fijaron que es un hermoso círculo?