Anna Guarró
Fausto Lanito vive en las afuera de El Pueblito en las Montañas.
Es más, vive en las faldas de una de ellas, la Montaña de los Destinos Curiosos. Que se llama así, porque tiene muchas cuevas y, cada una lleva a un lugar diferente del mundo. Eso funciona muy bien cuando alguien que no puede volar, quiere entrar o salir de El Pueblito.
Los Lanito, además de ser tener ser los granjeros, encargados de las verduras y frutas de todo El Pueblito, son los guardianes de las cuevas.
A pesar de vivir, cuidar y, hasta barrer, las cuevas. Faus nunca las ha usado. No conoce nada de lo que hay afuera de las montañas. ¡Claro que le han contado muchas historias! Todos los que han salido, siempre llegan muy entusiasmados. Pero él… tiene miedo.
A veces, desde la entrada de la cueva, alcanza a escuchar ruidos, voces, música, bocinazos, gritos, risas. Cuando barre, se tiene que acercar hasta el portal, que es como el marco entre dos habitaciones. De un lado, él puede ver todo, del otro, ven muchas cosas diferentes, menos la magia de la Montaña de los Destinos Ocultos.
Un día que subió a recolectar las cerezas del café, — así se llaman los granos del café cuando están en el arbusto, luego se secan y, ponen a tostar —. Era la primera vez que lo mandaban y, quería hacerlo muy bien… eso significaba que ya no lo veían más como un borreguito bebé.
De repente, escuchó que alguien le decía beeeeeen beeeeeen. Venía de atrás de un montón de arbustos. Todos sus pelos se le pararon de puntas. Lo volvió a escuchar. Ahora parecían varias voces, hablando al mismo tiempo.
Se acercó a ver, pero tropezó con una de las ramas y, adentro de una cueva cayó, rodando hasta salir del otro lado del portal, ¡directo al mundo de los humanos!
Se levantó, sobándose las rodillas, sacudiéndose. Al hacerlo se fijó que estaba en un campo, dividido por un camino con una raya blanca en medio. Él no sabía que eso era una carretera. En el campo, comiendo, estaban los que le habían dicho beeeeeen beeeeeen… y lo seguían haciendo.
Se parecían a él, pero eran mucho más grandes, aún más que sus papás. Sus manos y patas eran del mismo tamaño, por eso caminaban con las cuatro y, tenían mucho, ¡muchísimo pelo! Todos nosotros sabemos que eran borregos, pero Fausto Lanito no se imaginaba que él también era uno, pero mágico.
Les habló, pero solamente lo miraban, mientras masticaban pasto. ¡Guácala!
Se puso a buscar el portal para regresar… no lo veía. Para poder entrar y salir, todos los habitantes de El Pueblito, necesitan traer la estrella que les da a cada uno, el representante de la familia que fundó el pueblo. Él no la traía, no estaba en sus planes caer por una cueva desconocida, y terminar, en quién sabe en qué lugar del mundo de los humanos.
Los borregos lo empujaban, pero Faus les tenía tanto miedo; por su tamaño, porque no hablaban, por estar fuera de su casa, que no les hacía caso. Lo querían llevar al lugar de dónde había salido volando.
Mientras tanto, en casa, organizaban su búsqueda. El tiempo funciona de manera diferente ahí y, como El Pueblito en las Montañas sabía que uno de los suyos necesitaba ayuda, hizo que pasara muy rápido. Para que, cuando llegara la hora de comer, lo extrañaran.
Al subir a ver los arbustos de café, encontraron las canastas llenas de cerezas y, un montón de ramas rotas. ¡Encontraron la cueva! Al asomarse, se dieron cuenta que el pequeño Lanito había caído al mundo de los humanos y, ¡sin su estrella!
Por supuesto, cuando se asomaron, ya no estaba cerca. Él se había ido caminando, buscando ayuda.
Sin saber qué era una carretera, se atravesó sin fijarse, pensando que lo que corría a través de ella eran un tipo raro de animales. Un coche se acercaba directo a él. Para los humanos era un amigurumi a mitad del camino… muchos humanos adultos han olvidado que están llenos de magia. Pero, una de las ovejas — ovejas, corderos y borregos, con lo mismo —, se dio cuenta y, se puso delante de él. El coche lo esquivó con un rechinido de llantas.
Fausto se dio cuenta que todos los borregos lo estaban tratando de ayudar y, el había sido muy grosero, pensando que, por no ser mágicos, no servían para nada.
En El Pueblito, decidieron mandar a Carlota Feé, una niña hada. Era perfecto. Se podía hacer invisible o, pasar por niña, además, Mamá Lanito le dio la estrella de Faus.
Carlota salió de la cueva y vio el campo lleno de ovejas. Sabía que ellas la entendían. Les preguntó por el pequeño borrego mágico.
Se encontraron a medio camino, Faus iba montado en la oveja que lo salvó, rumbo al portal. Carlota se hizo visible, dándole un buen susto.
— ¡Estábamos muy preocupados! — le dijo el hada —, ni siquiera traes tu estrella.
— Lo sé… no sabía qué hacer, ¡estaba perdido! — le respondió nuestro borreguito, casi llorando —.
— La próxima vez que te sientas perdido, te sientas y, no te mueves por nada del mundo… eso me lo enseñaron mis papás la primera vez que me trajeron a conocer a los humanos. Acuérdate que mi papá es uno — muy buen consejo de Carlota —.
— Tarde, pero me di cuenta que me querían ayudar — le dijo, señalando a las ovejas.
— Son borregos, como tu — le explicó la hadita —, la única diferencia es que naciste con magia y, ellos no.
— Ya me di cuenta…
Los humanos adultos que pasaban, veían a una niña abrazando un muñeco, montando una oveja. Los niños, una pequeña hada, platicando con un borreguito.
Al llegar al portal, Carlota le dio su estrella a Faus. En cuanto se la puso, vio a sus papás esperándolo al otro lado. Abrazó muy fuerte a la oveja, le dio las gracias y, prometió visitarlos.
Cuando su mamá lo abrazó, Fausto Lanito en la verdura que les iba a llevar a sus nuevos amigos.