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Anna Guarró

Mamá me dijo que mi nueva cama estaba hecha de primavera.

Eso explicaba que al acostarme me arrullara el gorjeo de las golondrinas en su arribo al sur, me embriagaran las flores invisibles que reflejaban su arcoíris en el techo. Había visto a las ardillas que anidaban en los nudos de la madera y podía escuchar el cascabeleo de sus bellotas al caer por las patas. Tenía cinco años.

Acostumbrábamos salir a caminar. Durante nuestros paseos mamá me regalaba la naturaleza.

— Mira chiquita, es la hora de dormir, los pájaros lo saben. Observa el árbol. Es un condominio, el mejor ejemplo de convivencia. Mira cuántos tipos de animales hay: petirrojos, mirlos, jilgueros, ardillas, arañas, escarabajos…

Mira a las hormigas. Hay de varios colores y tamaños, cada una sirve para algo diferente. Controlan plagas y airean el suelo.

Ve al cielo antes de salir de casa mi niña, cuando el cielo está aborregado hay que llevar suéter… va a hacer frío.

Hija, escucha las melodías de los árboles, cada uno tiene su canción. No es lo mismo el pirul que el pino, el ficus al rododendro. También las hojas secas tienen ritmo, cada paso sobre ellas resuena diferente. Aprende a diferenciar las melodías de las cuatro estaciones, con su viento particular que acarrea sus aromas distintivos—.

Cada salida se convertía en una excursión. Levantábamos hojas para buscar insectos, veíamos trabajar a las abejas, me decía el nombre de cada planta. Con cada nueva información hacíamos cuentos para que no se me olvidara nada.

Descubrimos que la primavera es un arcoíris que cambia a diario, durante toda la temporada. Comienza tímidamente, el verde aparece pálido y de repente sobresale en impúdico esmeralda. Las flores llegan después, con un cándido blanco llegan las margaritas y los alcatraces. El rosa da lugar al bugambilia, aparecen efímeras las jacarandas. Los indecisos geranios y jacintos optan por cubrir todos los colores.

Sin sentirlo pasaron los años, entre exploraciones, caminatas, observaciones, suposiciones, hechos y ficciones.

Fue en un viaje por Colima que mamá presentó a la primavera, la misma que me arrullaba cada noche.

— Esa es la primavera — dijo al señalar un árbol— su flor es como el diente de león pero amarilla, orgullosa, confiada en su belleza.

No entendí. La primavera lo es todo; colores extravagantes, olores enloquecedores, texturas desbordadas, murmullos arrulladores… todo eso está en mi cama.

— Pero mamá, la primavera son todos estos árboles, también las flores, el canto de los pájaros, y el cielo claro sin nubes — le decía al tiempo que señalaba cada cosa.

— No mi amor, el árbol se llama primavera — me contestó — de él es la madera de tu cama.

Al regresar a casa quité el colchón para revisarla. Ahí estaban los nudos en los que anidaban las ardillas, en su base reposaban todas las flores con sus cautivadores y provocativos aromas. Pegué el oído a la cabecera para escuchar los gorjeos, graznidos, silbidos y trinos de todos los pájaros que llegaban a casa. Por primera vez entendí que los padres a veces se equivocan, que mi madre no siempre tenía razón… mi cama no era un pedazo de madera. Tenía doce años.