Ángeles Gaos
– Así que ya volviste de tus vacaciones en Acapulco ¿y qué, te has divertido mucho?
– Sí, abuela, estuvo repadre, ya sé nadar sin chaleco.
– Eso está muy bien, te felicito, pero tienes que ser precavido.
– Y además me echo clavados; en las competencias con mi primo Federico le gané dos veces.
– Qué barbaridad y eso que Fede es un año mayor que tú.
– Solamente ocho mese y medio.
– ¿Entonces ya no recoges conchitas?
– No, eso es para chicos.
– Bien, pues abuela venía, como siempre, a contarte un cuento, pero eso tal vez ya no te guste.
– Enseguida me pongo el pijama.
– Mira he comprado un libro nuevo sobre las pinturas de Rufino Tamayo, es un artista muy famoso.
– Déjame ver ¿Cuál cuadro vas a contar?
– Pues he pensado que podríamos empezar por el tocador de Flauta.
– Está muy chistoso, parece un monote de chocolate – asegura Renato.
– Verás, este hombre se llama Román y vivía cerca de Cuautla, en el campo, cuidando su milpa y sus animales.
– ¿Pero por qué el pintor nada más ha usado el color café?
– Bueno, si te fijas a la izquierda se ve el sol. Yo creo que Tamayo quiso decirnos que Román está muy quemado por el sol. Tú tienes, ahora que has ido de vacaciones, un dono café dorado efecto de los rayos de sol y la playa y Román trabajaba siempre al sol, como hombre de campo. Nuestro amigo, tenía por costumbre, una vez que acababa su trabajo, irse a sentar a la sombra de un árbol y ponerse a tocar la flauta. Tocaba canciones de su pueblo, unas melodías muy alegres. Todos los animalitos de por allí cerca acudían a oírle tocar y es que a los animales les gusta mucho la música. También el árbol, debajo del cual Román se sentaba, contribuía al gozo de todos modos, moviendo sus hojas al compás con un murmullo suave y fresco. Un día, la mujer de Román se enfermó y desgraciadamente se murió.
– Como mi tía Pepa. Se murió todita después del trancazo que se dio al caerse de la escalera.
– Sí, así fue.
Román tardó algún tiempo en volver a su trabajo, pero el día que lo hizo y según su costumbre se puso a tocar la flauta, sólo le salía un sonido triste y desgarrador. Los animales en vista del cambio, dejaron de ir a escucharle y el árbol se entristeció en tal forma que sus hojas se volvieron amarillas e incluso empezaron a caerse. También, al pie del árbol había un hormiguero de hormigas rojas.
– Esas pican refeo, a mí ya me han picado. Una vez metí el dedo en uno de esos y…
La abuela interrumpió.
– Lógico, las hormigas vieron que iban a destruir su casa y se defendieron, pero mejor volvamos a nuestro cuento. Las hormigas se reunieron para conferenciar: “No podemos seguir así”, decían unas. “El árbol se va a morir”, sentenciaban otras. “Esa melodía nos produce un horrible dolor de cabeza”, gemían las más viejas. Todas juntas convinieron en que había que hacer algo ¿pero qué? Ahí estaba el problema.
– ¿Cómo podremos comunicarnos con él? – se preguntaban cabizbajas. Una más agresiva sugirió:
– ¿Qué tal si tres o cuatro de nosotras le picamos los pies y las piernas?
La más vieja de todas declaró:
– Habrá que tener mucho cuidado porque los hombres son muy rápidos y de un golpe con su huarache ¡zas! Te aplastan. Sobre todo no tienen que descubrir nuestra casa porque si no, estaremos en grave peligro.
Renato con cara de sacio, le aclaró a la abuela:
– Yo les llené de agua el hormiguero.
La abuela movió la cabeza no se sabe si en señal de desaprobación o de qué y continuó:
Cuando Román sintió los piquetes de las hormigas se levantó de un salto y a huarachazos las mató. Las infelices hormigas se volvieron a reunir. Esta vez fueron numerosas, pues a ellas se unieron varias lagartijas, un grupo de escarabajos y como diez cochinillas del nopal que crecía enfrente, también vinieron las avispas que tenían sus avisperos en la copa del árbol y unos gorrioncillos seguidos del señor búho que como siempre llegaba tarde y sofocado. Todos estuvieron de acuerdo que el principal problema era hacerse entender de Román ya que los humanos les cuesta mucho comprender el lenguaje de los animales y mucho menos el de las hojas de los árboles. Entonces hablaron las avispas:
– Tenemos un plan. Mañana, cuando venga el hombre y se vaya a trabajar, iremos y entre todas sacaremos la flauta de su morral, empezaremos a volar sobre ella de forma que no pueda tomarla. Corremos un gran peligro, pero no vemos de qué otra forma podemos darle a entender que no queremos que toque.
El plan fue aprobado. Al día siguiente cuando dejó su morral en el suelo junto al tronco del árbol y se fue a trabajar. Tal y como lo habían planeado, entre todos los animalitos sacaron la flauta y esperaron.
A Renato le brillaron los ojos ante la perspectiva del ataque.
Cuando regresó Román le llamó la atención que la flauta estuviese fuera del morral.
– ¡Vaya! – dijo rascándose la cabeza – yo juraría que la flauta estaba dentro de mi morral y bien apoyado en el tronco del árbol, pero ni duda cabe que no me fijé bien.
Se sentó y cuando terminó su almuerzo, que no era más que cuatro tacos con frijoles y un poco de queso, se dispuso a recoger la flauta, inmediatamente las avispas y los pájaros, haciendo un gran alboroto, se pusieron a revolotear encima de la flauta, Román dando manotazos trató de espantar a los pájaros y a las avispas.
– ¡Fuera bichos! ¡Quítense de aquí! ¿Qué significa esto? – gritaba el hombre exasperado.
Sin embargo, cada vez que Román intentaba apropiarse de la flauta, las avispas y los pájaros volvían al ataque. Por fin, cansado y malhumorado se sentó bajo el árbol a reflexionar. “¿Qué podían querer aquellos malvados animales?” Ahora Román veía sobre su instrumento a las hormigas y a las avispas y en la rama del árbol a los pájaros que lo miraban. Muy despacito él se fue levantando, poco a poco y de un salto sorpresivo, con un tremendo huarachazo mató tres avispas y varias hormigas. Los pájaros piando enojados se pusieron a volar alrededor de la cabeza del hombre que se cubría con las manos y el sombrero de palma al tiempo que las demás avispas le picaban los brazos y pies. Román dando gritos de dolor no pensó más que en recoger su morral y salir corriendo. Ya en si casa, mientras sus hijos le curaban, les contó lo sucedido.
– Mire padre – le comentó su hija Inés-, para mí que los animalitos le andaban diciendo algo, no querían que tocara la flauta. Usted mismo reconoce que nunca antes le había pasado eso y la verdad es que desde que se murió nuestra mamá su música se ha vuelto muy triste, tanto que dan ganas de llorar. Creo que debería cambiar la tonada, de nada sirve aumentar su tristeza.
– Mañana mismo le acompaño y veremos qué se puede hacer con ese misterio.
Al día siguiente, cuando llegaron al campo, Daniel se adelantó, allí estaba la flauta tirada junto al árbol. El muchacho la agarró y se puso a tocar una linda canción.
– ¿Qué pasó entonces, vinieron las avispas y las hormigas? – preguntó Renato.
– Nada, ni las avispas, ni las hormigas aparecieron y todo siguió perfectamente tranquilo.
– Ya ve padre, confirmó Daniel, sólo fue una mala coincidencia. Seguramente esas avispas y esas hormigas ya se fueron. Ándele toque usted algo para comprobarlo.
Román, aunque con mucha cautela, empezó a tocar lo mismo que otras veces. No había empezado a sonar su triste melodía cuando un montón de avispas y pájaros empezaron a volar alrededor de Román y Daniel. No tuvieron más remedio que ir a esconderse tras unos arbustos que había en el camino un poco más abajo. Daniel le dijo a si padre:
– Está claro, padre, todos esos bichos están enojados y no quieren que usted toque.
Pasaron varias semanas antes de que Román de repusiera del susto, pero como tenía que ir a trabajar, decidió que iba a averiguar, de una vez por todas, qué era lo que pasaba. Camino al árbol se puso a tocar, con la nueva flauta que su hijo de había hecho, las viejas canciones alegres que tocaba antes y logró llegar al árbol sin que nada pasara. Definitivamente Román se dio por enterado y desde ese entonces cuidó mucho qué melodía tocaba.
– Yo – concluyó Renato-, hubiese ido con una bomba con DDT como la que tiene mi mamá y fish, fish, fish hubiese acabado con las avispas y las hormigas.
– ¿Renato, porqué eres tan destructivo? – preguntó la abuela -, yo pienso que los animalitos en cierto modo tenían razón. Se puede tener tristeza, pero no es bueno insistir en ella. Sobre todo siempre hay que tener en cuenta a los demás.
Dicho esto la abuela apagó la luz y dejó a Renato imitando a la bomba de insecticida: ¡fish, fish, fish!
Ángeles Gaos es escritora de prosa y poesía. Ganadora de concursos en ambos géneros en el ITAM. Éste texto pertenece a su libro “Cuentos de Renato y su abuela” publicado por Editorial Fontamara en 2006. En él, la abuela, tomando como pretexto obras de pintores famosos, retoma el vínculo abuela/nieto y la lectura de cuentos antes de dormir.