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Anna Guarró

“Uno, dos, tres, cuatro, eso es… ahora la pata derecha delantera y la izquierda trasera… ¡ELA! ¡Qué demonios estás pensando!, ponte a hacer ejercicio.  Tienes que moverte. Si no quieres estar en el sol, ésta es la única manera de calentar tu sangre”.

Con esos gritos, Ela no se inspiraba.

Ela era una lagartija, pero no una lagartija de esas que se la pasan todo el día en el sol haciendo… lagartijas.  No, aunque tenía la sangre fría, no le gustaba hacer ejercicio.  En cuanto al Sol, no soportaba el calor, ni la luz, para ella era mejor estar entre las hojas de la palmera, calentándose apenas con la resolana. Pasaba tan poco tiempo asoleándose, que su piel era más delgada y pálida que la de sus hermanas, ya no digamos la de sus papás.  Era de un color verde pálido y, ¡sin escamas!

Desde que nació le habían dicho que su aliado era el sol y el ejercicio.  Que la única manera de mantener el cuerpo caliente era con ayuda de esos dos, si no, muerte segura.  Y ella nunca se lo creyó del todo… hasta el eclipse. Dejo de tener dudas.  Sin sol no se moría.

El día empezó bastante normal; se despertó con el primer rayo de sol, corrió a su palmera preferida donde descubrió un nuevo nido de arañas, su comida favorita,  y después, a dormir todo el día y fingir que hacía ejercicio cada vez que su mamá se acercaba. Pero a la hora en que hace tanto calor que hasta las lagartijas se guardan, la temperatura en lugar de subir, bajó.  El sol seguía arriba en lo alto, pero cada vez estaba más oscuro.

Mientras la familia de Ela se escondía, ella decidió salir.  La oscuridad no era total,  al voltear hacia arriba vio un círculo negro que tapaba al sol.  Justo en ese momento, su papá la llevó entre las hojas. Ahí se enteró que eso negro se llamaba Luna, que nada más salía en las noches y que era muy peligrosa porque no daba calor.

Por supuesto Ela nunca la había visto, le tenían prohibido salir en la oscuridad.  Pero lo que vio fue suficiente para que a media noche, cuando todos estaban dormidos, se escapará a ver a su enemiga.

Lo que vio fue algo mucho mas impresionante que el círculo negro de medio día.  Era una esfera de plata pulida que colgaba del cielo. A su alrededor había puntos brillantes, como gotas de agua que reflejaban la luz de la Luna.  Todo lo demás era del mismo negro que los ojos de su mamá.

Estaba hechizada por el cielo, hasta que se enfrió, y para no irse hizo ejercicio.  Así estuvo toda la noche.  En cuanto se calentaba dejaba de moverse, para poder ver mejor a la Luna.  En la madrugada, sintió tanto frío que se metió a su casa.

Como pasó toda la noche despierta, durmió todo el día.  En cuanto su familia se acostó, salió otra vez.  Pero ahora, no nada más vio a la Luna, también miró a su alrededor.  Había muchos animales que nunca había visto.  Esas flores que siempre estaban cerradas, ahora buscaban a la luna con sus pétalos rojos, y los olores eran diferentes, más llamativos.  Los sonidos eran tan claros que los sentía en su piel.

Como había dormido todo el día no había cazado nada.  Buscó unas arañas, pero las que encontró estaban más grandes que ella. Cada vez estaba más hambrienta.  Sin darse cuenta empezó a hacer ruidos con la boca, como a mandar besos, eso atrajo a unos mosquitos directo a ella.  Ela se dio un banquete.

Con esa rutina; dormir de día, salir de noche, continuó mucho tiempo.  Su familia no sabía de sus escapadas nocturnas, pero notaban que algo estaba cambiando en ella.  Su piel ya ni siquiera era verde pálido, ahora era blanco con unas gotitas color verde y muy delgada, tanto que se le veían las venas.  Trataban de obligarla a tomar sol, pero no aguantaba, sentía que se quemaba.

Ahora, cada lagartija, a determinada edad decide dónde y cómo va a vivir, pero Ela fue la primera en hacerlo.  Sale todas las noches a tomar la Luna, sentada  sobre las hojas de su palmera favorita.